RELATOS

DULCES MORTALES

 Alicia esperaba a sus amigas en el lugar acordado, con su mechón teñido de rosa bajo el sombrero picudo, la escoba en una mano y el móvil en la otra. Era Halloween y, como cada año, recorrerían las casas del barrio, a ver cuál de las cuatro conseguía más dulces. Para sus amigas, aquella noche era especialmente divertida. Lo pasaban bomba llamando a las puertas del vecindario, gritando «¡truco o trato!» como locas y acumulando un sinfín de golosinas en sus bolsas con forma de calabaza o de caldero brujeril. Sin embargo, para Alicia no existía suplicio mayor sobre la faz de la Tierra. Nadie imaginaba los esfuerzos que hacía para controlar sus instintos bajo su disfraz. Ese gentío cargado de azúcar, ese olor afrutado impregnando el aire, persiguiéndola donde quiera que fuese, era demasiada tentación. No sabía si resistiría, pero estaba segura de que, si no lo hacía, las consecuencias serían trágicas. Le tocaba ser, una vez más, tan fuerte como le fuera posible.

Una semana antes, había planeado estrategias para mitigar el atrayente aroma que era su perdición: unas gotas de perfume bajo la nariz, o poner música en el móvil para centrarse en las melodías y olvidarse de su pituitaria. De momento, se había perfumado en abundancia y llevaba el frasquito a mano, por si necesitaba refuerzos, y el móvil tenía la batería completamente cargada. Si todo aquello fallaba, siempre podía pensar en él. Cuando lo hacía, se abstraía de su alrededor, encapsulándose en su propia burbuja, cual esfera rosada en un cuadro del Bosco. Ya no veía, oía ni olía nada más. Sí, ese recurso era el más eficaz contra su acuciante problema.

Cuando llegaron sus amigas, le preguntaron por ese perfume que tanto les gustaba y les pareció estupendo poner música en el móvil. En consecuencia, el circuito de casa en casa fue… ¡insoportable!

Incapaz de resistirlo por más tiempo, comenzó a idear una excusa aceptable para abandonar el plan y volver a casa tan rápido como se lo permitieran sus piernas, antes de cometer cualquier acto irremediable. Pero entonces llamaron al timbre de los nuevos vecinos del barrio. Un hombre les abrió la puerta. A su lado, apareció su esposa. Los dos sonreían con las dentaduras más perfectas que había visto en su vida. Por fin se olvidó del perfume, del Spotify y del chico de sus sueños, y respiró a pleno pulmón. ¡Aleluya! ¡Chucherías sin azúcar en casa del dentista!

Aquella noche, la brujilla diabética también disfrutaría de los dulces.

(De Cuentos para vagos: 365 historias para leer en cinco minutos antes de irse a dormir)