RELATOS

La batalla final

El castillo, grande y gris, era el centro que dominaba el lugar. Desde la torre más alta, bajo la bandera, el jefe del ejército y su fiel escolta miraban con gesto serio a su alrededor. A lo largo de la muralla, guerreros armados con ballestas y arcos vigilaban para avisar de cualquier amenaza que viniera del exterior, mientras en la entrada los caballeros, equipados con armaduras y espada en mano, esperaban sobre sus caballos la señal para atacar. Por fortuna, los aliados habían acudido en su ayuda. Se repartían a ambos lados de la caballería y en los puntos cardinales de la fortaleza. En la parte trasera, los refuerzos estaban listos para arrancar el vehículo en cuanto fuera necesario, y también la manada de animales salvajes estaba dispuesta para el combate.

Los caballeros, junto con sus amigos de Legoland, habían capturado a más de una treintena de los diminutos monstruos. Un puñado de ellos, que no cabían en la mazmorra de la torre, se apiñaban en una jaula que colgaba sobre el foso.

A escasa distancia, el enemigo los observaba sin pestañear. Cuando sus ojos se encendían con el color del fuego y lanzaba rugidos ensordecedores, provocaba tal terror que quien se encontraba con él quedaba paralizado, incapaz de huir. A T-rex lo acompañaban una veintena de dinosaurios de todo tipo, color y tamaño, escoltados por una máquina increíble.

A primera vista, parecía que los dinosaurios querían asaltar el castillo para rescatar a los zomlings secuestrados, pero nada más lejos de la realidad. Los caballeros de Playmobil, con el apoyo de los superhéroes y los Pyjamasques, protegían a los zomlings de ser devorados por T-rex y el ejército de saurios.

Los ojos de T-rex se iluminaron como faros y, con un rugido cavernoso, abrió sus fauces, movió la cabeza a un lado y a otro y avanzó hacia su objetivo. La batalla había comenzado.

A la señal de Pocoyó, el camión de bomberos arrancó con las sirenas en marcha. Se dirigía, desde la retaguardia, hacia la entrada del castillo para cortar el paso al enemigo. Un dragón sobrevoló la fortaleza y golpeó con sus garras la cabeza de T-Rex, que se tambaleó durante unos segundos. El ejército de dinosaurios se precipitó a ayudarlo y los guerreros dispararon flechas para frenar su llegada.

Un pterodáctilo voló hasta una de las torres y derribó a un arquero, que cayó al patio. Piggy lo atendió y lo repuso en la muralla. Bibou, la Pyjamasque guardaespaldas de Pocoyó, se abalanzó sobre el pterodáctilo y consiguió tirarlo al foso, donde estuvo un rato luchando contra un cocodrilo.

El Batmóvil no tardó en alcanzar la muralla. Disparó discos a diestro y siniestro, abatiendo algunos animales y jinetes que defendían la parte trasera del castillo. Mientras tanto, T-rex había atravesado la entrada y, lentamente, aproximaba su cabeza a la torre central, donde Pocoyó dirigía a su ejército según su estrategia de defensa. Como estaba muy concentrado, no se dio cuenta de que, a pocos centímetros de su espalda, T-rex abría la boca para tragárselo de golpe; tan pequeño era en comparación con el enemigo. Y cuando nadie lo esperaba…

—¡Oh, sí, aquello fue increíble! —interrumpieron los superhéroes Spiderman, Thor, Hulk y Capitán América.

—¡Maravilloso! —gritaron Blaze y sus amigos.

—¡Legendario! —exclamaron la familia Potato al completo y los peluches Gueti, Pingüin, Piggy, Buhito y Gusiluz.

—Bueno, chicos, tampoco exageremos. Me voy a poner colorada…

—Pero es verdad —dijo Pocoyó—. Me salvaste de ser comido por T-Rex, el gran saurio. Nunca te estaré lo suficientemente agradecido, Maya.

—Por favor, para los que no estuvimos presentes en aquel momento, dejad que Maya termine de contar lo que pasó —rogaron Pikachu y los pokemones.

—Está bien, pequeños. Nos habíamos quedado…

—¡En que T-Rex se iba a comer al capitán Pocoyó!

—Así es. Pero entonces apareció la tropa de peluches. Los dos más grandes evitamos la tragedia: Pololo saltó sobre Pocoyó para protegerlo y yo sobre T-Rex para tumbarlo y que no se lo comiera. Mientras, el resto, junto con Blaze y los Monster Machines Tiger Truck y Darrington, atacaron el Batmóvil y a los dinosaurios, que ya habían entrado en el patio y trataban de romper la puerta de la celda de los zomlings.

—¡Guau! ¡Espectacular! ¡Qué valientes! ¡Bravo por la cuadrilla de los peluches! —exclamaron a coro los pokemones, saltando de emoción.

—Fue una tarde inolvidable. La Batalla Final, la llamamos. Ocurrió el año pasado, una tarde de vacaciones de Navidad. Los niños estaban aburridos y Mami tuvo la superidea de organizar una batalla con todos los juguetes. Lo recordaremos siempre —susurró la abeja Maya, mirando los regalos que los Reyes Magos de Oriente habían dejado bajo el abeto.

—Esperemos que los niños no se olviden de nosotros cuando, dentro de unas horas, desenvuelvan sus nuevos juguetes —dijo el conejo Binnie, expresando en alto lo que sus compañeros estaban pensando.

—Bueno, es ley de vida —concluyó Pololo—. Pase lo que pase, nos guardarán siempre en un rinconcito de su corazón. Feliz noche de Reyes, amigos.

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RELATOS

Las navidades de su vida


Aquellas estaban siendo las peores Navidades de su vida. Las anteriores, poco antes de cumplir los nueve, había descubierto la Gran Verdad —o la Gran Mentira, según se mire—, dejando su inocencia al otro lado de una puerta que se cerró para no volver a abrirse. Y ahora tenía que fingir por su hermano, como si nada hubiese pasado, pues el pequeño Nico todavía disfrutaría de unos años de paraíso infantil. Por eso, a punto de caer la noche del último día del año, le acompañó para entregar sus cartas y saludar a sus Majestades de Oriente, mientras sus padres inmortalizaban el momento con los teléfonos móviles a escasos metros de distancia.


Pero su tristeza no se debía a aquel paripé. Ese nuevo curso había traído consigo a Olivia, que se había colado en su joven corazón para quedarse; por culpa de las vacaciones navideñas, llevaba demasiados días sin verla. Casi cuatro meses después de ese 8 de septiembre, no tenía la menor duda de que ella era el amor de su vida.


Cuando le llegó el turno, se dirigió hacia Baltasar y le dio su carta. El Rey Mago le dedicó una mirada paciente y benévola, que le recordó a la de los bebés. Para su sorpresa, al despedirse, le guiñó un ojo y le dijo bajito: «Nunca tengas miedo del amor».


Cinco días más tarde, tocaba cabalgata. Bajo su gorra forrada de borreguito y con varias vueltas de bufanda alrededor del cuello y de media cara, se miraba los pies mientras daba saltitos para no congelarse. Y, cuando levantó la vista, la vio frente a él. Allí estaba Olivia con esa sonrisa que cortaba el aliento. Entonces recordó las palabras de Baltasar y, con el corazón a mil, la saludó. Sin dejar de sonreírle, ella se acercó, metió la mano en su bolsillo y apoyó la cabeza sobre su hombro.


De repente y como por arte de magia, aquellas horas esperando de pie, a cinco grados de temperatura, para ver el desfile de Sus Majestades y el séquito real repartiendo caramelos como si no hubiera un mañana, dejaron de importarle. Tampoco le molestaba ya tener que sacar brillo a sus zapatos cuando volviera a casa, antes de dejarlos bajo el árbol de Navidad junto a los tres vasitos de leche, la bandejita con galletas y el barreño de agua para los camellos. Hasta le hacía gracia haber fingido atención al hojear los catálogos de juguetes de los grandes almacenes en busca de sus tres preferencias (cuando sabía de sobra lo que quería, desde hacía semanas).

Sonrió al visualizarse a sí mismo escribiendo la carta, que todos los años empezaba recordando a los Reyes Magos lo bien que se había portado los doce meses previos. O al pensar en la espera junto a su hermano Nico, con la carita resplandeciente de ilusión por entregar la carta personalmente a su Rey favorito.


Ahora todas aquellas tradiciones que habían perdido de golpe el sentido al descubrir la Gran Verdad/Mentira volvían, de pronto, a recobrarlo. Y todo gracias a ella y a ese pequeño gesto, tan grande para él. Sin duda alguna, Olivia había transformado aquellas Navidades en las mejores de su vida.

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RELATOS

Para Oli

¡Feliz quinto cumpleaños, mi amor!

Eres el mejor regalo que los Reyes nos pudieron traer.

Te quiero infinito, Mami.

Me encanta cuando ríes

porque te haces más presente.

Las carcajadas inundan todo

al ritmo de tu corazón valiente.

Tan dulce eres, tan paciente,

cuando me susurras al oído:

«Mami, aquí estoy»,

despacito, dulcemente.

Me das un besito, después un abrazo.

«Te quiero mucho», me dices.

Cuánto amor, cuánta ternura,

en tan pequeño espacio.

Eres mágico, puro arte;

cien por cien, todo un ángel.

¿Dónde están tus alitas?

¿Dónde las dejaste?

Al bajar del cielo,

¿a quién se las regalaste?

(De «Diario de Mami»)
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DULCES MORTALES

 Alicia esperaba a sus amigas en el lugar acordado, con su mechón teñido de rosa bajo el sombrero picudo, la escoba en una mano y el móvil en la otra. Era Halloween y, como cada año, recorrerían las casas del barrio, a ver cuál de las cuatro conseguía más dulces. Para sus amigas, aquella noche era especialmente divertida. Lo pasaban bomba llamando a las puertas del vecindario, gritando «¡truco o trato!» como locas y acumulando un sinfín de golosinas en sus bolsas con forma de calabaza o de caldero brujeril. Sin embargo, para Alicia no existía suplicio mayor sobre la faz de la Tierra. Nadie imaginaba los esfuerzos que hacía para controlar sus instintos bajo su disfraz. Ese gentío cargado de azúcar, ese olor afrutado impregnando el aire, persiguiéndola donde quiera que fuese, era demasiada tentación. No sabía si resistiría, pero estaba segura de que, si no lo hacía, las consecuencias serían trágicas. Le tocaba ser, una vez más, tan fuerte como le fuera posible.

Una semana antes, había planeado estrategias para mitigar el atrayente aroma que era su perdición: unas gotas de perfume bajo la nariz, o poner música en el móvil para centrarse en las melodías y olvidarse de su pituitaria. De momento, se había perfumado en abundancia y llevaba el frasquito a mano, por si necesitaba refuerzos, y el móvil tenía la batería completamente cargada. Si todo aquello fallaba, siempre podía pensar en él. Cuando lo hacía, se abstraía de su alrededor, encapsulándose en su propia burbuja, cual esfera rosada en un cuadro del Bosco. Ya no veía, oía ni olía nada más. Sí, ese recurso era el más eficaz contra su acuciante problema.

Cuando llegaron sus amigas, le preguntaron por ese perfume que tanto les gustaba y les pareció estupendo poner música en el móvil. En consecuencia, el circuito de casa en casa fue… ¡insoportable!

Incapaz de resistirlo por más tiempo, comenzó a idear una excusa aceptable para abandonar el plan y volver a casa tan rápido como se lo permitieran sus piernas, antes de cometer cualquier acto irremediable. Pero entonces llamaron al timbre de los nuevos vecinos del barrio. Un hombre les abrió la puerta. A su lado, apareció su esposa. Los dos sonreían con las dentaduras más perfectas que había visto en su vida. Por fin se olvidó del perfume, del Spotify y del chico de sus sueños, y respiró a pleno pulmón. ¡Aleluya! ¡Chucherías sin azúcar en casa del dentista!

Aquella noche, la brujilla diabética también disfrutaría de los dulces.

(De Cuentos para vagos: 365 historias para leer en cinco minutos antes de irse a dormir)